viernes, 27 de enero de 2012

¿Pero esto de quién es?




La piratería sigue siendo un tema recurrente. No la de parches y patas de palo, sino esa que algunos se empeñan en señalar con el dedo como causante de todos los problemas de la industria cultural, y si me apuras, de todos los males del mundo. 

No es asunto fácil: los puntos de vista son múltiples y el campo amplísimo. Desde la preocupación de los autores, hasta los cambios en los modos de consumo, pasando por el fuego cruzado entre legisladores críticos y afines, o la rabia de ciertos grupos empresariales que ven que la gallina de los huevos de oro está flacucha y vieja.

Y claro, con tanta mandanga ha llegado un punto en el que es bastante fácil perderse. Se dicen muchas verdades a medias, cuando no mentiras desvergonzadas, y voces sensata son sepultadas por declaraciones tremebundas del tipo “la industria musical se muere” o “en 2020 ya no existirá el cine y Series Yonkis dominarán el mundo con sus rayos láser mortales”.

Y luego están los discursos triunfalistas: nunca ha habido en el mundo más y mejores bandas de música; que hoy es fácil montarte un sello y hacer negocios online; que hoy cualquiera puede hacer una película con su móvil y que con abrirte un myspace y colgar cuatro canciones vas a estar tocando en Coachella en cosa de mes y medio.

Ni tanto ni tan calvo. La aproximación digital a la cultura requiere un diálogo profundo entre todas las partes implicadas, que se sitúe en algún punto entre el fatalismo de unos y la (patillera) cultura del ‘todo gratis porque sí’ que, salvo honrosas excepciones, no esconde discursos demasiado elaborados detrás.

Pero antes de iniciar un diálogo de este calado, habría que hacerse varias preguntas que por lo general poca gente se hace. Para empezar, dado que hoy gran parte de la industria cultural basa su movimiento de capital en los derechos de propiedad intelectual, una de las primeras cosas que deberían cuestionarse sería esta misma noción. Y hacerlo llevará toda una serie de preguntas asociadas: ¿A quién pertenece una obra de arte?¿Es lógica a estas alturas la idea de genio creador y de obra única?¿Lo ha sido alguna vez?

Si la cultura popular se construye a partir del reciclaje y la apropiación y la idea de que todo es un poco una copia de una copia ¿Es lícito que se siga considerando una creación artística como pieza gravable, como si estuviéramos hablando de una lavadora?¿Debe o puede ser valorada en términos de propiedad?

Un ejemplo: la pintura religiosa ¿Cuántas vírgenes y Cristos en la cruz debe de haber reproducidos por cuántos autores? A nadie se le va a ocurrir decir hoy que Giotto o Ghirlandaio iban por ahí robando a otros. Y además ¿a quién le estarían robando en todo caso? ¿A la Iglesia? ¿A Dios? Venga ya, hombre.

Y otra cosa importante: ¿por qué establecer límites cronológicos absurdos? Una obra musical puede estar dando dinero hasta 70 años después de que el autor esté muerto. Y seguramente ese dinero lo estén recibiendo los capos de sus discográficas o el agente de turno. Y en todo caso ¿por qué 70?¿Se supone que sólo entonces, y no antes, empiezan a formar parte del dominio público?

Está claro que la tarea artística requiere un tiempo y una dedicación. Que suele ser dura. Que en general hay muchos gastos y pocos ingresos, y que de alguna manera se tendría que compensar a los creadores. Pero ¿realmente la única vía de que esto suceda es una medida que convierte su obra en mercancía, lastrándola durante décadas con imposiciones legales, y a costa además de cargar esa ganancia en cánones, IVAs y demás impuestos?

Frente a este modelo, de lógica privada y especulativa, cerrada, ya hace tiempo que empieza a tomar fuerza otra aproximación a la capitalización de la cultura. Es la perspectiva del Procomún, una idea cuyo germen podía rastrearse ya en la antigua Grecia. Según palabras de los responsables Medialab Prado: “Algunos bienes pertenecen a todos, y forman una constelación de recursos que debe ser activamente protegida y gestionada por el bien común. El procomún lo forman las cosas que heredamos y creamos conjuntamente y que esperamos legar a las generaciones futuras”.

Es decir, que la cultura es algo que nos pertenece por el mismo hecho de existir, porque entre todos la construimos y en beneficio de todos se distribuye. Si bien es cierto que detrás de cada proyecto siempre hay un creador (o creadores) concreto, la propiedad de aquello que producen y, sobre todo, de los materiales con los que trabajan, tienen barreras tan difusas que tratar de convertirlos en algo cuantificable, supone, paradójicamente, reducir su importancia real y su calado social que, para muchos, entre los que me incluyo, debería ser un valor fundamental en lo que producción artística se refiere.

Y ojo, que nadie se lleve a engaños. No hablamos aquí del ‘todo vale’. No hablamos de deslegitimar al autor. Existen herramientas, como las licencias Creative Commons, que permiten un reconocimiento legal del trabajo y su autoría, sin por ello reducir la relación entre estos y el receptor a una mera transacción económica. Alternativas que cada vez más apuestan por lanzar un mensaje: la lógica tradicional del mercado, en su intento reduccionista de mercantilizar productos abstractos, puede resultar tan dañina para el ecosistema de la Cultura como el más activo de los ‘manteros’ del mundo.

De nuevo sólo un esfuerzo común por el diálogo y el entendimiento de las partes nos dará alternativas de futuro para poder seguir disfrutando de un mundo cultural saludable, diverso y fuerte. Y ya para empezar, un primer paso: déjense de afirmaciones alarmistas. El arte no morirá nunca. Está en lo más profundo de nosotros, siempre lo ha estado, y eso no hay SGAE que lo regule.

Escrito por Natxo Medina para YOROKOBU

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